“No sabía que mi padre era tan querido” Esta frase de la escritora Marcela Robles, la hija del recientemente fallecido cineasta Armando Robles Godoy, esconde una mezcla de alegría y desazón. Alegría por el hecho de saber que el director aún estaba en la mente de algunos, pero desazón por la incertidumbre de no saber quiénes eran esos que –horas antes- preparaban sendos reportajes o ensayaban improvisados discursos de homenaje.
Siendo sincero y a la vez aguafiestas –o “agualutos”, si cabe por ahí el término-, creo que hace dos semanas nadie se acordaba de Armando Robles Godoy aparte de su hija y su familia. Ni siquiera los cinéfilos.
Si no hubiese sido por la noticia del accidente y la urgente donación de sangre para mantenerlo con vida, quizás el nombre del maestro no hubiera ocupado las notas abridoras de las páginas culturales, ni su rostro hubiera aparecido en semblanzas de los noticieros que se ahogan en vísceras o chismes de fulano y mengano, y ni siquiera las entrevistas que le hizo el simpático Marco Aurelio Denegri hubieran multiplicado en un día sus visitas en Youtube.
Porque sólo basta leer los comentarios de los sitios web informativos o preguntarle a cualquier persona en la calle para llegar a la conclusión de que muy pocos sabían quién era Armando Robles Godoy y qué películas había filmado. Joyas de la cinematografía peruana como En la selva no hay estrellas, La muralla verde y Espejismo lo colocaron como pionero en muchos aspectos, pero sobre todo como el iniciador del cine de autor en nuestro país.
Increíble que gente como Alan García haya hecho un alto en sus “labores” para pronunciar un discurso de homenaje póstumo cuando está totalmente demostrado que su gobierno no ha hecho nada por sacar adelante a la industria cinematográfica. Increíble que críticos innombrables que lo miraban con cierto desdén pidan ahora la restauración de su obra. Increíble que en la televisión se hagan reportajes sentimentalones cuando ni siquiera programaron una sola de sus películas en horarios accesibles. Increíble que en la última edición Festival de Lima -que supuestamente está consolidando su prestigio en la zona sur del continente- se le haya dado un homenaje de un minuto sin mostrar imágenes de sus películas y, lo que es peor, en una presentación que parecía haber sido hecha por alguien que conocer por primera vez el Power Point.
Pero no me extraña esa actitud hipócritamente tardía, y es más, apostaría que de aquí a algunos años –si no es el próximo- se esté creando un premio “Armando Robles Godoy” que reconozca la excelencia de los cineastas peruanos, antes de que los giros inesperados que acostumbra dar la parca se los lleven o el olvido los hunda en la miseria.
La muerte no es el fin, pero en este país ingrato es quizás el único camino para que se recuerde a los grandes. Aunque aparezcan los oportunistas de siempre para aprovecharse, colgarse por un momento de la situación y luego borrar el hecho de la memoria. Descanse en paz, maestro.
Siendo sincero y a la vez aguafiestas –o “agualutos”, si cabe por ahí el término-, creo que hace dos semanas nadie se acordaba de Armando Robles Godoy aparte de su hija y su familia. Ni siquiera los cinéfilos.
Si no hubiese sido por la noticia del accidente y la urgente donación de sangre para mantenerlo con vida, quizás el nombre del maestro no hubiera ocupado las notas abridoras de las páginas culturales, ni su rostro hubiera aparecido en semblanzas de los noticieros que se ahogan en vísceras o chismes de fulano y mengano, y ni siquiera las entrevistas que le hizo el simpático Marco Aurelio Denegri hubieran multiplicado en un día sus visitas en Youtube.
Porque sólo basta leer los comentarios de los sitios web informativos o preguntarle a cualquier persona en la calle para llegar a la conclusión de que muy pocos sabían quién era Armando Robles Godoy y qué películas había filmado. Joyas de la cinematografía peruana como En la selva no hay estrellas, La muralla verde y Espejismo lo colocaron como pionero en muchos aspectos, pero sobre todo como el iniciador del cine de autor en nuestro país.
Increíble que gente como Alan García haya hecho un alto en sus “labores” para pronunciar un discurso de homenaje póstumo cuando está totalmente demostrado que su gobierno no ha hecho nada por sacar adelante a la industria cinematográfica. Increíble que críticos innombrables que lo miraban con cierto desdén pidan ahora la restauración de su obra. Increíble que en la televisión se hagan reportajes sentimentalones cuando ni siquiera programaron una sola de sus películas en horarios accesibles. Increíble que en la última edición Festival de Lima -que supuestamente está consolidando su prestigio en la zona sur del continente- se le haya dado un homenaje de un minuto sin mostrar imágenes de sus películas y, lo que es peor, en una presentación que parecía haber sido hecha por alguien que conocer por primera vez el Power Point.
Pero no me extraña esa actitud hipócritamente tardía, y es más, apostaría que de aquí a algunos años –si no es el próximo- se esté creando un premio “Armando Robles Godoy” que reconozca la excelencia de los cineastas peruanos, antes de que los giros inesperados que acostumbra dar la parca se los lleven o el olvido los hunda en la miseria.
La muerte no es el fin, pero en este país ingrato es quizás el único camino para que se recuerde a los grandes. Aunque aparezcan los oportunistas de siempre para aprovecharse, colgarse por un momento de la situación y luego borrar el hecho de la memoria. Descanse en paz, maestro.
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